Un año atrás escuchaba, en un programa de televisión, cómo un periodista decía que el mundo de las pasarelas era “fellinesco”. El programa en cuestión no era cultural; por el contrario, se trataba de uno de esos ejemplares televisivos chimenteros. Por otro lado, la persona que pronunciaba este calificativo era un panelistas cuya temática diaria pasa por los amoríos de alguna estrella de turno. Lo raro no era escucharlo decir “fellinesco”, ni siquiera que aplicara este calificativo acertadamente al mundo de las vedettes argentinas (con sus peleas grotescas y sus cirugías estéticas muchas veces monstruosas), sino pensar que aún después de mucho tiempo muerto el realizador de La Dolce Vita, un panelista que probablemente nunca haya visto en su vida una película del director italiano pueda expresarle este calificativo a un público que desde ningún punto de vista podría considerarse como mayormente cinéfilo.
En la época de Fellini, no muchos veían a ese cineasta, pero todos sabían que había un cineasta llamado Fellini.