Las actividades culturales de las comunidades estuvieron históricamente ligadas a las necesidades de las personas. Las asociaciones o centros culturales, los clubes y otros lugares de reunión, aprendizaje y acción cultural han sido siempre piezas claves de la producción y la transmisión de la cultura en el territorio.
Esta realidad se vio parcialmente modificada a partir de los años 80 y 90 con un nuevo enfoque que acompañó la transición neoliberal, basado en la promoción de las industrias culturales (o industrias creativas, según el autor) y el emprendizaje en cultura. Con el éxito económico privado como principal objetivo y la propiedad intelectual como instrumento, hubo un paulatino deterioro de una cultura pensada para transmitir saberes, recrear o cuestionar tradiciones, criticar la realidad, compartir los frutos de la construcción cultural colectiva.
Ambos modelos coexistieron y coexisten. Solo que en las últimas décadas se agrega una nueva complejidad, a partir de la masificación de Internet. La Red trajo, a priori, nuevas perspectivas y desafíos para ambos modelos. Por un lado, prometía nuevas posibilidades para difundir culturas locales, comunicar proyectos pequeños, compartir, acceder y recrear las expresiones culturales. También se abría la posibilidad para la cooperación y el intercambio de individuos y comunidades con actores semejantes de otras partes del mundo, lo que en términos económicos David de Ugarte llama la globalización de los pequeños. Por otro lado, se abrían perspectivas nuevas para las industrias culturales, con un público global y la posibilidad de transacciones inmediatas, siempre y cuando se pudiera controlar la amenaza que implicaba la cultura de la copia para la propiedad intelectual.
Para quienes creemos que la producción cultural debe estar al servicio de la satisfacción de necesidades culturales, el desafío es analizar cómo lograr esto cuando la dimensión cultural se encuentra mediada por tecnologías digitales. En otras palabras, cómo poner las tecnologías digitales al servicio de una producción cultural sostenible, de un acceso mucho más amplio y variado a la cultura, de la facilitación de los vínculos entre la gente que quiere cooperar, del desarrollo de las capacidades expresivas, de la remezcla creativa. En definitiva, cómo gestionar lo común de manera que haya un mayor acceso, disfrute y libertad para crear y expresarse.
No existe una solución unívoca y de ninguna manera podemos suponer que las tecnologías digitales pueden resolver dificultades más básicas. Pero sí podemos tener a mano algunas ideas que nos guíen en nuestro trabajo, sin intención de ser exhaustivos en la enumeración:
– La digitalización y puesta en circulación del dominio público. Muchas obras clásicas y recursos históricos se encuentran disponibles en sitios como el Proyecto Gutenberg, Europeana, los proyectos de la Fundación Wikimedia (Commons, Wikisource, etc), la Biblioteca Cervantes, Internet Archive y otros. Sin embargo, es todavía muchísimo más el patrimonio que resta digitalizar, que se encuentra hoy guardado en archivos, bibliotecas y otros espacios. Por otra parte, es necesario que lo digitalizado pueda ser efectivamente encontrado por los usuarios, que se digitalice en formatos abiertos y amigables, y que sea fácilmente compartible y reutilizable. El mismo celo que muchas veces se emplea en una exhaustiva catalogación, es necesario emplearlo para que los usuarios puedan disfrutar, compartir y reutilizar el patrimonio.
– La producción de obras de acceso libre. Un modelo de producción cultural sostenible implica necesariamente el uso de licencias libres en las obras. Los modelos de publicación restrictivos, basados en DRM o en otras formas de restricción, vigilancia y amenaza a los usuarios, son incompatibles con una cultura basada en la satisfacción de necesidades sociales. Por el contrario, la producción cultural debe estar en armonía con las prácticas cotidianas de las personas. Existen múltiples modelos de negocio posibles que permiten que los autores de las más variadas disciplinas generen ingresos, sin apelar al monopolio socialmente excluyente del copyright. De estos modelos sostenibles hablamos largamente en un post del año pasado.
– La facilitación de la cooperación entre productores culturales. La generación de redes de colaboración tiene mucho que ver con la animación de redes y comunidades de autores, el estímulo a proyectos comunes, la enseñanza de nuevos lenguajes expresivos, la capacitación en herramientas digitales. La colaboración a distancia se puede dar a través de herramientas muy diversas. No es necesario crear costosas plataformas ad hoc. Se puede apelar a los medios de comunicación más usados (Facebook, Twitter, e-mail), en combinación con software libre para foros, listas de correo y otras herramientas. El resultado esperable de la colaboración es el intercambio de saberes e información, el uso cooperativo de bienes e infraestructuras, el apoyo logístico, la construcción de escenas, etc.
– La facilitación del trabajo de las comunidades de usuarios. Como vimos en posts anteriores, los usuarios se suelen agrupar en torno a intereses y tareas concretas. Se ocupan de mejorar el acceso a obras, preservar el patrimonio, difundir expresiones minoritarias, comentar, generar crítica, etc. El trabajo autogestionado de estas comunidades suele generar beneficios que la exceden y se vuelcan sobre toda la sociedad.
– La redefinición de las tareas y estrategias de las instituciones públicas. En la medida que se abarata el acceso a dispositivos digitales y la conectividad aumenta, los intercambios simbólicos se transforman y muchas instituciones, como las bibliotecas, cinematecas y museos, deben también transformarse. Ya no es necesario (no debería serlo) trasladarse hasta un edificio, muchas veces lejano, para acceder a un material de lectura o a una obra audiovisual. Las instituciones pensadas para brindar acceso a obras culturales deben repensarse radicalmente, como parte de redes de conocimiento, para seguir cumpliendo su función.
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